¿Quién dijo que la felicidad no se puede comprar?

Alfred Eisenstaedt
- ¿Quién dijo que la felicidad no se puede comprar?, se preguntó apenas despertó y antes de comenzar la ceremonia comercial.

De haberlo preferido, hubiese sido con almendras pero de todos modos eligió chocolate, dos kilos y medio alcanzarían para llegar al final acompañado de un sabor dulce. Después compró alegría en colores con tonalidades verdes y con rojos y cascadas de naranjas que colgaría al lado de la ventana. Un cuadro hermoso que costó una bestialidad pero emana esa sensación pegadiza que tienen las acuarelas cuando saben describir lo que los ojos quieren ver y lo que el corazón necesita tener. También se llevó perfume a brisa marina para inventarle al olfato una excusa inducidora al cerebro e invitarlo a la tranquilidad del mediterráneo, aunque lleve años solo pisando asfalto. Sábanas suaves que lo arropen en seguridad, toallas de algodón que lo acaricien con amor y masajes capilares para descargar ganas y lo saquen de sí mismo. Zapatos nuevos, camisas y dos pares de pantalones que desorienten a las endorfinas y sirvan de placebo para su adrenalina. Dos horas en el cine y una cita con todos los espectadores y actores aunque vaya solo. Cuotas de azúcar recetadas en dosis de Coca Cola cada dos horas, la posibilidad de un pasaje de avión a algún lugar y un televisor inmenso que le hace compañía, habla y canta. Y después de tomarse ese helado de chocolate, bien al final y antes de irse a la cama, se toma una pastillita mágica que lo pone a dormir en cuestión de segundos para evitarse pensar en la posibilidad, en la pregunta que podría no dejarlo dormir.

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