La casa

Había pasado años en esa casa. Había viajado a miles de lugares, se había mudado a miles de ciudades y casas diferentes pero siempre estaba ese lugar intacto. Su único lugar de siempre. Un punto inerte en su vida nómada. Cómo iba a fijar un nuevo punto de apoyo para sus recuerdos si esa casa ya no estaba.
Desvió la mirada más allá de las macetas del balcón y sus pupilas se dilataron. Se le cerraron los ojos por la fuerza del sol. Los tenía rojos. Había estado llorando horas previas a las tres de la tarde.
Compuesta, se sentó tranquila a suspirar las consecuencias. A miles de kilómetros quedaba enterrado el único recuerdo que tenía de una parte de su vida que ahora le parecía estar años luz. No quería olvidarlo, no como se hace cuando el tiempo da un paso y las cosas viejas se guardan.
Y entonces cómo se sigue, se preguntó aquellas primeras horas de la mañana. Los recuerdos mentales con el tiempo se terminan desvaneciendo, igual que las caras de los primeros amores, de los amigos de la infancia, de gente que uno ve caminando y promete no olvidar. Pero el tiempo va metiéndose en los puntos que dibujan los recuerdos hasta hacerlos borrosos. De eso tenía miedo, de olvidarse de cómo era.
Tenía todavía todas las esquinas frescas, las mesas, sillones, inclusive ruidos y olores. Pero sabía que por más que tuviese una memoria de elefante con el tiempo se iba a olvidar del olor a kerosene en la cocina o el teléfono gris sobre una mesita pequeña. Los platos y vasos blancos con dibujos de patos naranja.

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