Narciso

Anoche sentada al borde de mi cama intenté ver desde mi ventana algún satélite. De repente había sentido la inmensa necesidad de saludar a Houston: “Hi”. Pero no encontré ninguno, y frustrado mi sueño del “American way”, acaricié mi mate y me tape con mi poncho Made in The Puna.
Hoy cuando me desperté me volví a asomar por mi ventana. Miré al cielo, buscaba un Spullik Ruso... pero no había nada, solo un sol egipcio y lluvia del Nilo, agua con sabor a Pollution.
Y tal vez entonces no supe contener mis lágrimas Pampeanas y me largué para el campo a buscar las Tres Marías y plantar un Ceibo.
Dejé la ciudad, la urbe. Me despedí de los cementerios y en lo más lejos de la ruta me senté a ver mi tierra para juntar mis raíces.
Y me pensé a mi misma en el limbo de mi locura enroscada a un Ombú como una enredadera. Junte tierra y con mis lagrimas guardadas hice barro y me planté. Espere tres días y no paso nada.
Junté mis cosas, y con alpargatas cruce un río. Del otro lado de la orilla conocí a Narciso. Finalmente alguien con quien hablar, lástima que no entendía español, intente “Hello”, “Cio”, “Shalom”, “Pronto”. Pero no me respondía. Yo le puse un nombre y me siguió por las sierras.
Sentada en el medio de la nada, rodeada de Argentina, y pensando en todo lo posible, saqué de mi bolsillo semillas y planté mi Ceibo.
Me recosté sobre Narciso. Su corazón caliente me hizo saber que estaba en casa.
Locura pagana la de buscar en el campo una estrella que tenga mi nombre. Alguien una vez me la había regalado, y yo por irme a la ciudad la había descuidado. Conté quinientas estrellas, pero todas tenían nombres y no era el mío.
No me importó, en algún lugar estaba. A las Tres Marías las había encontrado en las Salinas de Catamarca, a la Cruz del Sur en los Andes Mendocinos, y justo cuando estaba por dormirme un satélite me saludo.
Narciso era un perro.

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